¡Qué maravillosos inventos son los juguetes sexuales femeninos! ¿Verdad? Qué grandes ratos nos proporcionan y qué gran servicio le prestan al bienestar femenino. ¿Pero qué diríais si os contamos que su origen hay que buscarlo en una idea bien machista? ¡Atención!
Debemos viajar a la Gran Bretaña del siglo XIX, en plena época victoriana, un periodo de avances tecnológicos pero también de estricta moral conservadora. Muchos matrimonios eran de conveniencia y el amor solo era frecuente en las novelas. Las mujeres se veían obligadas a convivir con hombres que muchas veces tenían la edad de sus padres mientras tenían que escuchar aquello de que al final el amor llega con el roce.
Pues bien, no es de extrañar que en este contexto muchas mujeres estuvieran de los nervios. La falta de libertad, la insatisfacción sexual o la presión por sentirse constantemente vigiladas y juzgadas provocaba que muchas padecieran irritabilidad, insomnio, melancolía o pérdida de apetito.
¿Y cómo suele reaccionar la sociedad cuando las mujeres, en vez de actuar como ángeles serenos y complaciente, presentan problemas de conducta? Que se las tacha de locas. Porque, claro, el problema nunca está en su entorno o en sus condiciones de vida. El problema siempre lo tienen ellas, cómo no 🙄.
En estos mismos años se describe una nueva «enfermedad» cuyos síntomas siempre venían bien para diagnosticar a todas estas mujeres «problemáticas»: la histeria femenina. Femenina porque, claro, los hombres nunca están histéricos: los hombres son vehementes. En muchas ocasiones, este diagnóstico bastaba para mandarlas directas a alguna institución mental. ¡Pero no en esta historia!
Porque, afortunadamente, algunos médicos empezaron a sospechar que había una conexión entre estos síntomas y la insatisfacción sexual. Esta es una idea que hoy nos puede parecer machista (tú estás loca porque no has encontrado el hombre que te deje contenta) pero que en aquel momento, con aquella mentalidad tan puritana, era revolucionaria. ¿El tratamiento? Masajear los genitales femeninos hasta llevar a la paciente al orgasmo. Pero cuidado: no podían hacerlo ellas mismas en la intimidad de sus hogares. Debía aplicarlo el doctor en su consulta.
No queremos ni imaginar cuántas situaciones de abuso pudo provocar esta práctica. Pero tampoco debemos dar por hecho que todos los médicos eran unos pervertidos. Conocemos a uno al que no le gustaba nada tener que aplicarla. Su nombre era Joseph Mortimer Granville, y al parecer se le cansaba el brazo. Así que ideó un sistema para mecanizar el proceso.
En 1870 patentó el primer vibrador electro-mecánico con el que aliviaba a sus pacientes en menos de 10 minutos. ¡Y si ningún esfuerzo por su parte! Así pudo tratar a cientos de mujeres muy satisfactoriamente.
Como era de esperar, el éxito de su vibrador traspasó rápidamente las paredes de su consulta y pronto aparecieron nuevos modelos más anatómicos, ligeros e higiénicos. Y con los años, se desvinculó su uso de las enfermedades mentales. Así hasta llegar a nuestros días, cuando la tecnología aplicada al sexo es una industria que factura millones en todo el mundo y que ya solo relacionamos con el disfrute y el placer.